domingo, 9 de diciembre de 2007

El Tratado McLane-Ocampo

Antero Duks

El gobierno de Zuloaga había sido reconocido por todas las potencias, inclusive por el de Estados Unidos que tenía esperanzas en obtener lo que ya les había prometido Comonfort: la cesión de una parte muy considerable del territorio nacional y el paso a perpetuidad por el Istmo de Tehuantepec. Como John Forsyth, ministro plenipotenciario de los Estados Unidos recibió una rotunda negativa de Zuloaga para aceptar estas vergonzosas proposiciones, se apartó del gobierno de Zuloaga y se dirigió al de Juárez. Forsyth llegó al extremo de tener en su propia casa a los jefes de la revolución juarista para que conspiraran a mansalva.

Francisco Bulnes (notable polemista liberal y autor de los famosos libros: “El verdadero Juárez y la verdad sobre la Intervención y el Imperio” y “Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma”; la publicación de estas obras entre 1904 y 1905 causó un gran revuelo a nivel nacional) señala que "si las proposiciones de los Estados Unidos hechas por Forsyth hubieran sido aceptadas por el gobierno conservador, “la marina de guerra americana hubiera arrojado a Juárez de Veracruz, el efecto de los 25 millones hubiera sido dar el triunfo a la reacción y el Presidente Buchanan hubiera dado todo su apoyo material y moral a Miramón. Los reaccionarios sacrificaron sus intereses de partido a su aversión por vender territorio a los Estados Unidos”.[1]

En contraste, Juárez estaba dispuesto a vender a su propio país con el fin de conseguir el reconocimiento de su gobierno por los Estados Unidos, junto con la ayuda económica de todo género que esto implicaba. El 14 de diciembre de 1859 el gobierno juarista firmó el Tratado McLane-Ocampo, por el cual Juárez se comprometió a conceder a los Estados Unidos: el derecho perpetuo de tránsito por el Istmo de Tehuantepec, con la posibilidad de ser vigilado por tropas estadounidenses en defecto de las mexicanas; el derecho de paso a las tropas estadounidenses a través de territorio mexicano para proteger las vidas y hacienda de sus ciudadanos y aun por cualesquiera otras causas; indemnización por los gastos erogados por los Estados Unidos a consecuencia de su intervención militar, aun con entrega de territorio. Por su parte, México tendría derecho a solicitar la intervención armada de los Estados Unidos cuando peligrara el gobierno de los liberales.[2]

El Tratado McLane-Ocampo no logró obtener la ratificación del Senado de los Estados Unidos, porque los senadores del Norte consideraban la adquisición de nuevos territorios de México como una pretendida expansión de tierras esclavistas. La Carolina del Sur se apartó de la Unión el 20 de diciembre de 1860, y pronto la siguieron otros Estados del Sur, y con eso estaba ya a punto de estallar nuestra Guerra Civil; sin embargo, Juárez había logrado el reconocimiento de su gobierno de parte del Presidente Buchanan, y eso era lo que importaba.[3]

Origen de la idea de vender territorio nacional

En 1847 Juárez se inició como aprendiz en la logia masónica Independencia número 2. Desde el principio de su vida pública, Juárez se había unido al grupo político de sus maestros en el Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca: los liberales. La mayoría de ellos eran masones de las logias yorkinas establecidas en México por Joel Roberts Poinsett (1779-1851). Poinsett era un agente del imperialismo yanqui en México que apoyó con entusiasmo la Doctrina Monroe y organizó en México a las logias masónicas yorkinas. Ya desde 1812 estaba en la Nueva España como agente secreto de la poderosa nación vecina para procurar insurreccionar al país, de manera que el movimiento insurgente favoreciera los planes de extensión territorial que ya por entonces abrigaba su gobierno (Francisco Azcárate reveló que Monroe, por conducto de Poinsett, pretendía que México cediera a Estados Unidos parte de su territorio). Poinsett propuso a Agustín de Iturbide la anexión a los Estados Unidos de la parte norte de México y el establecimiento de una República Federal (contraria al Plan de Iguala y semejante a la estadounidense), pero el Emperador Iturbide rechazó dignamente estas traidoras proposiciones. Desde entonces Poinsett comenzó a calumniar a Iturbide y a intrigar con todos los políticos descontentos, persuadiéndolos de que lo que México necesitaba era la República Federal; Poinsett y otros liberales como Ramos Arizpe, Michelena, etc., serían los responsables de la caída del Imperio de Iturbide. “La tendencia mexicanista de Iturbide - afirma Vasconcelos - era sincera. Del otro lado, en el liberalismo, se movía la influencia extranjera”. En 1825 el presidente Adams envió a Poinsett a México como ministro plenipotenciario, comisionado para gestionar la compra de Texas en cinco millones de dólares, pero no lo logró; años más tarde los agentes de la anexión de Texas a Estados Unidos encontraron en Poinsett un amigo proclive a esta maniobra.

Prácticamente, el territorio de Texas lo vendieron a Estados Unidos Gómez Farías, Mejía y Zavala, a cambio de la protección de los esclavistas estadounidenses, para reintegrarlos en el poder del que los privó Santa Anna. Al cubano Mejía se le nombró jefe del ejército federal, reclutado en Louisiana y encargado de revolucionar en México y tomar Tampico; a Zavala director de los colonos de Texas que habían de insurreccionarse y separarse de México, ya que era uno de los principales colonos; y a Gómez Farías – como supuesto Vicepresidente de México – jefe intelectual del movimiento. Ni sólo aquellos traidores pactaron con los masones de Nueva Orleáns la independencia de Texas, sino que se comprometieron a seguir persiguiendo a la Iglesia, mediante una serie de reformas a las leyes.[4]

En realidad, Gómez Farías, liberal masón, fue un gran traidor y mil veces traidor porque dejaba morir de hambre al heroico ejército de Santa Anna que – al decir de Pereyra – no podía sostenerse, pues le faltaba el alimento hasta para los heridos (671); y en cambio, se solazaba a cada triunfo del invasor. Cuando los marinos estadounidenses desembarcaban en la isla de Sacrificios gritó hecho un loco: “quemen cohetes, repiquen, viva la libertad, esto está concluido” (Cuevas, p. 261). Y como si esto fuera poco, numerosos oficiales del ejército mexicano, que eran de filiación masónica, confraternizaban con sus “hermanos” del ejército enemigo, como lo asegura un autor insospechable, el masón Mateos (Historia de la masonería, pp. 106 y 111).[5]

En este sentido, Efraín González Luna escribía sobre el siglo XIX en México: Las logias sembraban y cultivaban intensivamente; las ideologías tóxicas eran fertilizantes activísimos: la ambición y el rencor reclutaban copiosamente voluntarios de la fácil aventura del poder político, que lo era también de la riqueza, de fanatismo sectario, del ensayo social a costa ajena y de la impunidad.[6]

[1] Ibid., p. 358
[2] Cf. Márquez Montiel, Joaquín. Historia de México, segundo año, JUS, México 1969, p. 161
[3] Schlarman, op. cit., pp. 360-361
[4] Márquez Montiel, Joaquín. Apuntes de Historia Genética Mexicana, JUS, México 1950, p. 79
[5] Ibid., pp. 89-90
[6] González Luna, Efraín. Los católicos y la política en México, Condición política de los católicos mexicanos, JUS, México 1988, p. 38

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